Desayunando Ritalina: niñez y psicofármacos en el sistema educativo
“Vaya, vaya a que le den la Ritalina”, le grita uno de sus compañeros a Andrés.
Triste y enojado a la vez, el niño entra al cuarto en el que lo estoy esperando. Es un espacio pequeño, más bien incómodo, en el que apenas caben un escritorio, dos sillas y un pequeño abanico. Andrés y yo nos encontramos en el “consultorio” de la psicóloga de una de esas mal llamadas “escuelas urbano-marginales”.
“Sí, eso me gritaron”, me cuenta Andrés, quien, ingenuamente, pensaba que ninguno de sus compañeros sabía que él tomaba Ritalina. “Me resbala lo que diga la gente”, continúa, “aun así, con pastilla o sin pastilla yo me comporto mejor que ellos”. Conforme avanza la conversación, Andrés me dice: “Ya no me porto mal, ya no me porto mal, y ya no me quiero comer la Ritalina”.
Es un niño alto y fuerte proveniente de Nicaragua, tiene trece años y está en “aula edad”, una alternativa del MEP que consiste en agrupar a los niños que usualmente han reprobado varias veces y tienen edades mayores a las del resto de sus compañeros. La diferenciación que se hace de los niños del “aula edad” es tanta, que hasta utilizan un uniforme diferente. A Marco lo conocí porque fue participante de una investigación que realicé como tesis, con el objetivo de conocer los sentimientos y experiencias que tienen un grupo de niños y niñas diagnosticados con TDAH (Déficit atencional con o sin Hiperactividad) y que son medicados con algún psicofármaco.
Tanto del TDAH como de la Ritalina, se ha escrito muchísimo. Es una falacia decir –como algunos defensores del modelo biomédico argumentan– que es un tema acabado del cual hay poco que debatir. Si bien los trabajos críticos sobre el tema empiezan desde los sesenta, en los últimos años han aparecido un conjunto renovado de aproximaciones críticas en campos como la psiquiatría, las neurociencias y la filosofía. Además, se han creado movimientos y foros que buscan la despatologización de la infancia en países como Inglaterra, Brasil y Argentina. Lamentablemente, son muy pocas las investigaciones que tienen como protagonistas activos a niños y niñas. Acerca de los niños y las niñas se escribe mucho, pero con los niños se ha hecho muy poco; es decir, se suele hacer mucho en nombre de ellos, pero no con ellos.
Trabajé con un grupo de cuatro niños y una niña, que aunque tenían personalidades y formas de ser muy diferentes, estaban cobijados con la misma etiqueta: déficit atencional e hiperactividad. Esta niña y estos niños eran las “ovejas negras” de su escuela. Esta etiqueta, que debían cargar aunque no quisieran, se sumaba a las situaciones sociales y familiares que soportaban, llenas de violencia, pobreza y exclusión.
Todos estos niños fueron diagnosticados de TDAH y medicados en su primera visita médica. Encajaban perfectamente con la descripción del trastorno, por lo que, desde el modelo médico-patológico, el paso siguiente era recetar algún medicamento. Los diagnósticos se realizaron entrevistando a padres de familia, y a partir de un informe o escala diagnóstica que llena la profesora. Los niños cuentan poco en estas visitas, tienen poca voz y nada de voto. En el mejor de los casos se les hacen unas cuantas preguntas, y nada más. El caso de Daniel es un caso extremo: según cuentan sus padres ni siquiera asistió a la cita médica, pero aun así se le recetó Ritalina y Epival (Valproato).
Podríamos pensar que estas situaciones son poco comunes e inusuales, pero la verdad no lo son. En nuestro país –como en la mayoría de países occidentales–, desde la década de los 90 se registra un aumento en el uso de psicofármacos en niños. De 1990 a 1995, el consumo de Ritalina aumentó en un 500% (Gútierrez, 2007). En una nota publicada en el 2012, en La Nación, quedó reflejada la angustia que sintieron varias familias al acabarse la Ritalina en las farmacias de la Caja. El metilfenidato, sustancia química de la Ritalina, no es el único en boga; Imipramina, Risperidona, Valproato se agregan a la lista de sustancias psicoactivas que marcan la cotidianeidad de muchos niños y niñas.
Es bien conocido que hay un sobrediagnóstico de TDAH, incluso esto ha sido denunciado por Allen Frances, director del DSM IV, manual psiquiátrico en el cual aparece, a partir de 1994, el TDAH tal como hoy lo conocemos. Según Frances, el manual contribuyó a crear tres epidemias falsas: el TDAH, la bipolaridad infantil y la depresión. Para Nikolas Rose, sociólogo y experto en bioética, el TDAH es un claro ejemplo de una serie de patologías psiquiátricas que denomina como trastornos en el borde, es decir, patologías donde el borde entre lo considerado “sano” y lo “patológico” es efímero y poco claro, posibilitando así la patologización de un amplio rango de características.
Pastillas en la escuela.
¿Quién las lleva y para qué?
De nuevo, la maestra le pide a Ricardo, estudiante de 9 años, su cuaderno de comunicaciones al hogar. El niño entrega el mentado cuaderno en el cual la maestra escribe: Estimada mamá me enteré que en la CCSS están recetando pastillas el “Spiron” por aquello de que no pueda comprar otras. Dos días después, la escena vuelve a repetirse, en esta ocasión la maestra de Ricardo escribe: Se conversó la situación de Ricardo en la Dirección (…) se pide que para el lunes Ricardo tiene que asistir medicado ya que él no permite que sus compañeros reciban las lecciones como debe ser.
Desde el enfoque psiquiátrico dominante, Ricardo tendría un cerebro disfuncional y el TDAH que padece es producto de un déficit de dopamina, el cual puede ser regulado por medio de la acción farmacológica. Se trata, pues, de un reduccionismo biológico que invisibiliza factores sociales, económicos y personales.
Las teorías críticas han discutido y desmontado ampliamente estos reduccionismos biológicos. De mi parte, esperaba que quienes insistían en el uso del fármaco lo hiciesen basándose en teorías biopsiquiátricas. Para mi sorpresa, esto no fue del todo así: maestras y padres de familia suelen realizar una apropiación y traducción moral del TDAH en la que se mezclan las cuestiones biológicas con elementos del sentido común. El TDAH, más que una categoría psiquiátrica, parece un nuevo eufemismo, una sombrilla en la que se agrupan niños y niñas disidentes. El TDAH es una patología moral.
Uno espera que si se manda un medicamento es porque hay una cuestión orgánica subyacente. Es decir, el medicamento se manda por sus consecuencias y no por las causas del trastorno. Sin embargo, los niños y las niñas están siendo medicados incluso cuando las maestras, los maestros y los profesionales en psicología tienen la certeza de que no es un problema cerebral. La pastilla se ha convertido en una aliada del personal docente y las escuelas, en una especie de prótesis química que logra ciertos objetivos que supuestamente no pueden alcanzarse de otra forma.
En la ruta de la medicalización de los niños y las niñas, las maestras juegan un rol primordial. Ellas son las primeras en diagnosticar el TDAH, y luego, en ocasiones, se encargan de “convencer” y presionar a los padres para que den el medicamento a sus hijos. Hay escuelas donde las maestras tienen a su disposición escalas diagnósticas de TDAH, que han sido brindadas por clínicas de la CCSS.
La Ritalina es una de las llamadas pastillas inteligentes o potenciadores universales. Esto quiere decir que la pastilla tendrá efectos en casi cualquier persona que la consuma. No hay que tener TDAH para que el metilfenidato sea efectivo; por eso puede ser ampliamente recetada y también por eso hay un mercado negro de Ritalina para personas adultas. La pastilla puede “bajar los niveles de hiperactividad” y controla el cuerpo de los niños, pero no las habilidades cognitivas; en otras palabras, la pastilla no garantiza un mejor aprendizaje.
La Ritalina es una pastilla para alumnos y no para niños: es utilizada únicamente en el período escolar. Las familias no suelen usarla los fines de semana o en vacaciones. Su consumo aumenta en los períodos de exámenes y a finales de año. Incluso, se prohíbe en la casa.
El testimonio del papá de Pedro es claro en ese sentido, pues señala que (en la casa) “no se le da porque más bien lo atonta. Es que uno tampoco quiere un robot. Yo quiero ayudarle pero no lo quiero tonto. O sea, es un niño, tiene derecho a jugar, derecho a divertirse, tiene derecho a ser activo; yo no lo voy a drogar para que esté ahí como un zombi”.
Padres de familia y niños saben que el fármaco tiene como fin transformar la conducta. El metilfenidato tuvo un auge en los noventa, época de importantes transformaciones y regulaciones en las relaciones entre adultos y niños, siendo una de las más importantes la prohibición del castigo físico como medio de control conductual. En la historia de los niños, la Ritalina entra en escena cuando otros métodos disciplinarios como las boletas, las suspensiones, los gritos y amenazas dejan de tener un efecto en niños y niñas. A Daniel, por ejemplo, lo medicaron luego de haber acumulado un total de 25 boletas en la mitad de primer grado.
Es claro lo que la Ritalina significa para algunos padres y madres, pero ¿se ha tomado en cuenta lo que significa para los niños y las niñas? Esto han respondido al completar la frase “La Ritalina sirve para”:
Pedro: escribir en clase, hablar solo cuando la profesora da permiso, como cuando uno ya no tiene que hacer nada.
Marco: hacer el trabajo, quedarse callado y sentado en el pupitre.
Marcela: ser alguien calmado.
Daniel: quedarse callado, trabajar rápido, hablar menos, no hablar cuando la profe está al frente (…) escribir, no ensuciarse y hacerle caso a la mamá.
Andrés: Para quedarnos queditos en el aula y poner atención. Portarnos bien.
De esta forma, el sistema disciplinario escolar es fetichizado, como algo que se liga a lo natural. Un buen cerebro, por lo tanto, es aquel que permite adaptarse al sistema. La disciplinarización llega así a niveles neuro-moleculares.
Los padres y madres de familia ven en la pastilla el único medio por el cual sus hijos pueden escolarizarse. Nuestra cultura evalúa a los niños y las niñas a partir de cómo les va en la escuela; de igual modo, los padres son evaluados según el comportamiento de sus hijos. Se añade que, en la lógica capitalista, a un escolar poco exitoso le espera un futuro oscuro, encaminado a la exclusión social. Siendo esto así, los padres no imaginan la posibilidad de no medicalizar a sus hijos. La madre de Daniel lo tiene muy claro: “El día que él no se toma la pastilla, fijo: o viene con boleta, o viene como un chanchito.”
Para los niños y las niñas el medicamento se convierte en un castigo más, una violencia física y simbólica. Algunas investigaciones, la mía incluida, apuntan que los niños con TDAH se sienten “tontos” o “malos”. Estas pastillas son un elemento más de toda una red de significantes y discursos que sobre estos niños se construyen. En el proceso de construcción de identidad y subjetividad, el hecho de tener que tomar un fármaco les va diciendo a los niños quiénes y cómo son. En este punto en particular resuenan las palabras de Andrés: “Me daban pastillas y no tenía dolores (…) yo pensaba que estaba loco”. Este niño describe con bastante detalle cómo se siente con el medicamento: “Nervioso, cuando tomo la pastilla estoy así, me tiemblan los pies y las manillas. Cuando escribo, se me tiembla los pies, yo estoy así, pero me tiemblan los pies, pero no se me mueven, me tiembla como por dentro… me tiemblan las manos y los pies, además me siento raro.”
Los demás niños y sus padres también reportan malestares físicos como dolores de cabeza, pérdida del apetito, insomnio. No obstante, las consecuencias subjetivas son mucho más complejas e incluyen el etiquetamiento, la autoestigmatización y la exclusión. Sobre estas consecuencias subjetivas no hay nada de investigación y parecen, por el contrario, ser poco importantes.
Por su parte, niños y niñas no son agentes pasivos ni estáticos. Deben tomarse dos dosis de metilfenidato: una antes de ir a la escuela, y otra en la escuela, en donde buscan formas de deshacerse del fármaco.
Marcela: me las daban y ya, tómeselas y ya, juah (hace el sonido como arrojando algo)… no me gustaba, yo las botaba.
Andrés: Yo no las tomaba, las dejaba ahí, o me las ponía en la mano así, y que se derritieran; les echaba agua, obvio. Me ponía la pastilla así (señala que pone la pastilla en su mano), y ponía el chorro y ella se derretía así, o las mandaba por el inodoro.
Medicalizar la infancia y la pobreza
A Marco lo conocí un día que hacía mucho calor. Hacía tanto calor que tres de sus compañeros se descompusieron casi al punto del desmayo durante un acto cívico. El calor y el hambre, en quienes llegan a la escuela sin desayunar, hizo que sus pequeños cuerpos se tambalearan hasta caer sobre el piso. Con una botella de alcohol en sus manos, Marco se acercó decididamente a ayudar a sus compañeros en la sala de profesores, que para ese entonces se había convertido en una clínica improvisada.
Marco es la “oveja negra” de la escuela. Así me lo presentan. Hace unos años encerró a sus compañeros, compañeras y su maestra, amenazándolos con un palo. En el momento de conocerlo cursaba el cuarto grado; desde primero toma Ritalina y, posteriormente, Imipramina. La historia de Marco es compleja. Su madre, una mujer joven que tiene dos trabajos, me cuenta que el padre del niño fue asesinado en la calle por “andar haciendo cosas malas”. En primer grado, la maestra le recomienda a la madre llevar al niño a evaluar. El niño asiste a la clínica de psicología de una afamada universidad privada en donde se le diagnostica TDAH y se le refiere a la clínica. Marco es uno de los niños que, en palabras de la psicóloga escolar, a veces solo desayunan Ritalina.
Como profesor del curso práctico de Psicología Educativa, he llegado a conocer muchos niños en situaciones similares a la de Marco. Niñas y niños que sufren diversas violencias y están siendo medicados y acallados.
Medicalizar no es lo mismo que medicar, así como etiquetar no es lo mismo que diagnosticar. La medicalización implica violencia y negligencia; es un proceso donde diversos problemas se entienden en clave patológica e individual. Estamos cargando el fracaso del sistema económico y social en los cerebros de niños y niñas que a veces ni siquiera tienen qué comer.
Esta medicalización de la infancia responde a dinámicas culturales, políticas y estructurales más amplias que no podemos abordar en este artículo. No se trata aquí de hacer un “alegato” en contra del saber médico o de sus técnicas. Muchas personas recomiendan cambiar la medicación psiquiátrica por la homeopatía o cosas similares, pero siguen la misma lógica de pensar que el problema es el niño.
El sistema educativo es violento y está en crisis. Maestras con recarga laboral, bajos salarios, pésimas infraestructuras, pedagogías bancarias y autoritarias, y muchas otras cosas. Para muchos niños y niñas, la escuela es un auténtico infierno, y lo es también para muchas docentes. El panorama es de impotencia.
He conocido, y sigo en contacto, con docentes y psicólogas con muy buenas intenciones y preocupadas por los niños y las niñas, pero que se ven a sí mismas sin herramientas ni recursos; la medicalización se les presenta como la única solución. Precisamente, en estos días una de esas docentes me comentaba la historia de Juan. Vive una situación de violencia en su familia, la cual ha sido intervenida por el PANI en varias ocasiones. Tiene una discapacidad originada por una patada que le propinaron cuando tenía dos años, una marca que llevará para toda la vida. Hoy en día vive con toda su familia en un cuarto de una cuartería. En la escuela quieren medicalizarlo para que no se escape de la clase.
La situación de niños y niñas de otras clases sociales no es más esperanzadora. En algunas escuelas expulsan a los alumnos si sus padres se niegan a administrarles Ritalina; en otros colegios hay un altísimo número de niños bajo medicación. Eso sí, las razones por las cuales se medicaliza son diferentes, este es un tema aún pendiente de investigar.
Usualmente pensamos en los niños con miras a su futuro, y es con miras de su futuro que sacrificamos su presente. Un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos indica que “niños, niñas y adolescentes están siendo medicados con psicofármacos para que logren tolerar la institución”. Yo creo que aun con fármacos los niños no logran tolerarla. Estas medicinas podrán eliminar algunos síntomas e imponer ciertos estados de ánimo, pero no generar bienestar. El sufrimiento y malestar que niños y niñas expresan por medio de su cuerpo, sus palabras y sus actos es simplemente acallado e invisibilizado. Quizás son las escuelas las que necesitan de niños medicados para poder así tolerarlos y, de paso, tolerarse a sí mismas.
Fuente: Revista Paquidermo